Como lo reportó EL UNIVERSAL en sus 8 columnas el 28 de febrero de este año, de acuerdo con un informe del Pew Research Center presentado el mes pasado, México es el país en donde más ha crecido el apoyo a la autocracia en el periodo 2017-2023, de entre los 24 países analizados en el estudio.

Aunque la vastedad de los datos proporcionados por ese trabajo amerita un análisis más detallado, resulta preocupante que en México el respaldo a un líder fuerte que tome todas las decisiones sin incómodos controles como los que representan en un régimen democrático, en primera instancia, los naturales contrapesos del Congreso y del Poder Judicial, pasó en el arco temporal mencionado del 27% al 50%.

A nivel global y, en ese sentido México no es la excepción, la mayor desafección con la democracia —y por ende la mayor percepción positiva de un régimen autoritario— responde a que un creciente número de personas se siente insatisfecha con la forma en la que funciona la democracia en sus países (59% en promedio en los países analizados).

Llama la atención que, como una tendencia generalizada, el respaldo a un ejecutivo fuerte y sin controles aumenta entre los sectores que tienen los niveles educativos más bajos, los menores ingresos y entre quienes se ubican ideológicamente más a la derecha.

Las razones para que nuestro país haya tenido una evolución tan preocupante y que implica un acelerado desencanto democrático, a pesar de la brevedad que la experiencia de dicha forma de gobierno ha tenido entre nosotros (en más de doscientos años de vida independiente apenas en los últimos 28 existen condiciones cabalmente democráticas en las vías de acceso y renovación de los espacios de poder público), son, sin duda, múltiples y variadas. Apunto solo algunas en este espacio.

1) El fracaso de las políticas públicas que los gobiernos democráticamente electos han instrumentado para resolver las graves carencias de amplísimos sectores de la población y las profundas desigualdades sociales. De hecho, los índices de bienestar prácticamente se han estancado en los últimos 40 años y en algunos —como la inseguridad y la violencia—, incluso ha habido un franco deterioro. Ninguno de los gobiernos emanados de las urnas en condiciones democráticas (incluida la actual administración en la que la degradación de la mayoría de los servicios y garantías básicas que debe proveer el Estado ha sido particularmente acelerada) ha sabido o podido resolver la cuestión social que sigue siendo la principal fuente del malestar que alimenta las tendencias autoritarias que padecemos. La profundidad y prevalencia de nuestros problemas estructurales inevitablemente induce al hastío con una democracia incapaz de resolverlos y nos vuelve propensos a soluciones autoritarias.

2) La prevalencia de la que Octavio Paz llamaba “el hilo de la dominación” que ha marcado la evolución política de nuestro país desde tiempos ancestrales, que no solamente ha sustentado la prevalencia de regímenes autoritarios, sino que ha alimentado en el imaginario colectivo la normalidad —y hasta la aspiración— de contar con gobernantes fuertes, carismáticos, iluminados y con la capacidad de resolver todos los problemas. Se trata del que en otras ocasiones he llamado —siguiendo a Ricardo Becerra— el “presidencialismo mental” que padecemos en México.

3) La constante descalificación que, desde el gobierno de Fox en adelante se ha venido enderezando en contra de las dos instituciones principales de una democracia: el Congreso y los partidos políticos. La insensata crítica y el descrédito que se ha construido en torno a los cargos legislativos electos por el principio de representación proporcional (que tanto Calderón y Peña propusieron disminuir y ahora AMLO plantea desaparecer) y la estigmatización de la “partidocracia” que vivimos —aunque ésta, en muchos sentidos, ganada a pulso por sus insensibles y voraces dirigencias—, son dos ejemplos de esa reiterada lógica de desprestigio que padecemos desde hace tiempo.

El problema es que, sin partidos y parlamentos fuertes, se abre el campo a la personalización de la política, por un lado, y a la grave tendencia a reforzar los ejecutivos, por el otro, fenómenos que son característicos el proceso de autocratización que padecemos en México y que, en general, se vive en el mundo.

De cara a las elecciones de este año, vale la pena encender las alertas.

Investigador del IIJ-UNAM

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