La semana pasada escribí sobre cómo la pretensión de establecer un modo de hablar que simplifique y vulgarice los conceptos y que imponga una lógica reduccionista del lenguaje (una “nuevalengua” en términos de Orwell), es algo propio de los gobiernos autoritarios.

La intención, decía entonces, es la de imponer una manera de hablar de la que se derive un determinado modo de razonar y de pensar, también éste sencillo, elemental y acotado (idealmente binario, de ser posible); una manera de ver y entender al mundo (siempre caracterizado por problemáticas graves y complejas) a partir de visiones simplificadas y reduccionistas. Para Orwell la intención es que la gente no pierda su tiempo pensando; que lo tenga todo fácilmente digerido y resuelto. Que las personas piensen siempre ha sido malo para un gobierno autoritario, porque pensar permite confrontar ideas, ejercer la crítica, plantear disyuntivas, complejizar problemas y el asumir que las cosas no son, necesariamente, como el autócrata —llámese “Hermano Mayor”, líder, caudillo, timonel, prócer o presidente— plantea.

No es algo nuevo, es parte del libreto que todos los autoritarismos de la historia han tratado de seguir. Por eso no es casual que, invariablemente, las autocracias han enderezado sus lanzas en contra de las universidades, de las comunidades científicas, literarias y culturales,  de los órganos que defienden la diversidad y los derechos y, por supuesto, de la prensa libre. Se trata de desprestigiar, atemorizar e intentar silenciar a todos los espacios de posible crítica al ejercicio del poder.

Por eso es preocupante que un gobierno que se dice democrático y al que sus aplaudidores y propagandistas justifican como tal, haya sido fuente de denostación de universidades (“la UNAM se plegó al neoliberalismo”, se dijo), de científicos (ahí está la mafufada de que hay que alejarse de la “ciencia neoliberal” o la insensata persecución penal de la que fueron objeto los integrantes del Foro Consultivo Científico y Tecnológico), de espacios culturales (la FIL de Guadalajara es un “cónclave de derecha” con “tendencia conservadora”, según el presidente), de la defensa de los derechos humanos y de las mujeres (“el discurso de los DH y del feminismo fueron un distractor del neoliberalismo para desviar la atención de la desigualdad”, se dijo) y de manera cotidiana a la prensa que no se pliega a los intereses del poder (“callaron como momias”, “trabajan para la derecha”, y un largo etcétera de ejemplos).

Pero lo peor ha sido el efecto que ha provocado esa manera de expresarse y de imponer la visión polarizadora, artificial, falsa y profundamente confrontativa de entender y concebir nuestra compleja realidad social y sus problemáticas.

Es grave que cualquier opinión suela ser reducida, por buena parte de la población, a la lógica binaria que el poder nos ha impuesto de que estás con él —de manera incondicional y total, por supuesto— o estás en su contra; y de ahí a pretender plantear, en consecuencia, si estás con el “pueblo bueno” que ya despertó o eres su enemigo.

Sin duda la política pública más exitosa del gobierno de López Obrador ha sido la de dividir el país y de inducir la confrontación más grosera y artificial —autoritaria, diría— que se haya dado al interior de nuestra sociedad en tiempos recientes; provocado con ello que la discusión pública se haya sumido en una profunda degradación con graves tintes autoritarios que, tanto los seguidores del gobierno, como sus detractores, replican permanentemente.

Las reacciones a mi artículo anterior son un ejemplo de ese punto. En lugar de discutir mis ideas y argumentos, mis críticos se limitaron a hacerme meras descalificaciones ad personam (típico recurso de los autoritarios). Tal es el caso, en estas páginas, de la señora Berman que rechaza mis razones descalificándome porque yo represento “otro proyecto de país”, el “neoliberalismo de los gobiernos anteriores” o un “neoliberalismo corregido”, porque según ella soy de “derecha” y porque estoy enojado porque ésta (la derecha) “falló de forma miserable”. Sin afán de discutir —hay que saber con quién hacerlo— vale la pena señalarle tres cosas: 1) no represento a nadie más que a mí mismo (yo sí me debo a mí, a nadie más); 2) siempre he criticado al neoliberalismo y siempre he sido de izquierda (democrática) y 3) nunca me enojo… pregúntele a las y los diputados.

Investigador del IIJ-UNAM

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