El Estado de derecho es una construcción civilizatoria que supone la sujeción de quienes integran un colectivo social (en primer lugar, sus autoridades políticas, es decir, las instancias de gobierno) a un conjunto de normas jurídicas que regulan, ordenan y encauzan dentro de ciertos límites pactados y preestablecidos, la entera convivencia colectiva. Se trata de una figura que se fue conformando por más de dos milenios y que encuentra su momento más acabado y, en muchos sentidos, culminante, en las democracias constitucionales.

Lo contrario al Estado de derecho es la anarquía (la falta de normas o su total ineficacia) o el autoritarismo (es decir la preeminencia de la voluntad de quien ejerce la autoridad —el derecho de mandar— por encima de todo, incluso de las normas).

Para Norberto Bobbio, derecho y poder son dos caras de un mismo fenómeno: la relación de poder político, misma que expresa el vínculo mediante el cual el gobernante emite mandatos que son vinculantes sobre otros individuos, los gobernados.

Bobbio sostiene que la prevalencia de una de esas caras sobre la otra deriva en dos dimensiones radicalmente distintas: por un lado, la prevalencia del derecho (o de la ley) sobre el poder se traduce en la premisa básica del Estado de derecho y, por el contrario, la prevalencia del poder sobre el derecho corresponde a la lógica del decisionismo y de los regímenes autoritarios.

El dilema es viejo. Aristóteles, al discutir sobre la pertinencia de las formas de gobierno, lo indicó al plantear la diferencia entre el “gobierno de las leyes” y el “gobierno de los hombres”. En el primero la actuación de los gobernantes estaba sujeta y subordinada a las normas, mientras que en el segundo los gobernantes podían pasar por encima de las leyes que terminaban por ser una derivación de la voluntad de quienes gobiernan.

Para Aristóteles no había duda, frente a la discrecionalidad que suponía el que los gobernantes no estuvieran sujetos a las leyes, siempre debía preferirse la preeminencia de la ley, pues sólo así se garantizaban la certeza y la objetividad en la acción de gobernar y poder poner un freno a los deseos personales, los caprichos y las ambiciones de quien ejerce el poder de mandar a los demás. Para dicho autor sólo la preeminencia de las leyes sobre la voluntad de los gobernantes puede garantizar que el poder se ejerza en favor de todos los miembros de la sociedad y no para satisfacer los deseos e intereses de quienes la gobiernan. La primacía de la ley es así la garantía primera del buen gobierno.

Siglos más tarde Montesquieu retomó esas ideas al acuñar el que terminaría por ser uno de los principios fundacionales del constitucionalismo moderno y uno de sus pilares fundamentales: el principio de legalidad, que prescribe que las autoridades no pueden hacer otra cosa más que lo que les está expresamente facultado (o autorizado) por las leyes. La idea es sencilla: o el poder se ejerce con respeto a la ley, o éste es arbitrario y —en palabras de ese autor— despótico. En efecto, la sujeción a la ley o su desprecio es la diferencia entre un poder legal (y constitucional) y un poder autoritario.

Es por esas razones que la reciente afirmación de López Obrador en el sentido de que “ninguna ley está por encima de la autoridad política y la autoridad moral” que él encarna como presidente, ante el justificado reclamo de haber violado como gobernante los derechos a la protección de los datos personales de una periodista al exhibir públicamente su número telefónico, poniéndola así en riesgo, lo pinta de cuerpo entero como lo que es: un autoritario.

La obligación de los gobernantes de respetar la ley es una conquista histórica de la modernidad, de las luchas por establecer un estado constitucional y de las difíciles y arduas conquistas ciudadanas para contar con un sistema democrático. Por eso, el día en que su voluntad, por muy buena que sea, por muy moralmente solvente que quiera, por muy iluminada que se pretenda, pase por encima de la ley, estaremos, simple y sencillamente, ante un acto autoritario, inconstitucional y antidemocrático.

Pero que AMLO hoy lo diga con todas las letras y sin ningún empacho, demuestra que las cada vez más frecuentes advertencias de riesgo de una regresión autoritaria no son especulaciones en el vacío. Como dice el viejo adagio popular: “a confesión de parte…”

Investigador del IIJ-UNAM

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